Con un giro del volante el viejo Mercedes 190E salió del asfalto maltrecho y se adentró en una pista de tierra casi imperceptible en la extensión de tierras semiáridas del Sahel. A ritmo de la fantástica música local que tronaba desde el radiocasette sorteamos durante horas arbustos secos, rocas y ganado escuálido hasta que por fin nos adentramos en el laberinto de valles rocosos que es el país Dogón. Así llegamos a la pequeña aldea de Borko: varios cientos de casas de adobe apiñadas entre sí en mitad de un fértil valle con un pantano habitado por cocodrilos sagrados. Nos habíamos salido del mapa, y al hacerlo nos habíamos topado con una comunidad sin electricidad, sin agua corriente, sin línea de teléfono ni recepción de móvil, pero llena de esa generosidad y hospitalidad que es tan común en el África rural. La fecha era 26 de mayo de 2009 y el lugar era Mali, una de las pocas democracias consolidadas de África occidental. Tres años y medio más tarde esa misma región del país Dogon que aspiraba a convertirse en destino turístico ha quedado relegada a territorio fronterizo en un conflicto que ha desintegrado el país, cuyos despojos se han repartido entre los radicales islamistas del norte y los militares y políticos corruptos del sur.
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Estos días en Nueva York se inaugura la sexagésimo séptima (67ª) sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas con el tradicional Debate General en el que presidentes y primeros ministros de todos los continentes (incluyendo el nuestro) darán breves discursos enunciando las preocupaciones e intenciones de sus respectivos países. Para los muy curiosos, existe un webcast que ofrece en vídeo las intervenciones de todos los dignatarios participantes. Para los menos curiosos, pero que a pesar de todo se preguntan qué pinta el preisdente Rajoy en Nueva York en estos tiempos de crisis, hoy voy a intentar responder a una pregunta muy frecuente: ¿Para qué sirven las Naciones Unidas?