Estos días se reúne en Irlanda del Norte el G-8 para dos días de discusiones protegidas por 7km de valla metálica. Parece evidente que la agenda de los líderes mundiales -Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Japón, Estados Unidos, Canadá y Rusia– incluirá los temas de la crisis financiera, fiscal y económica europea o la posible/deseable/imaginable intervención en la guerra civil siria, que según los medios ya se habría cobrado más de 75.000 víctimas mortales mientras los demás nos quejábamos del nuevo formato de Facebook. El G-8 es quizás el instrumento de política internacional más importante que existe en la actualidad, pero también potencialmente el menos importante. El mundo del siglo XXI no se está pareciendo a ninguna de las predicciones hechas en 1980, 1990 o 2000; y ya no está claro si en las próximas décadas el mundo se regirá por las leyes, las armas, las empresas, las monedas, o las ideas.
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Regreso tras una semana alejado de internet con ganas de seguir explorando el mundo que nos rodea. Y en lugar de escribir sobre las elecciones de Estados Unidos (que ya he comentado aquí), hoy voy a escribir sobre la gran cuestión de política exterior a la que el hombre que resulte elegido presidente mañana tendré que enfrentarse de alguna forma: el auge económico y político de una dictadura comunista de mercado de 1.300 millones de personas que ostenta la segunda mayor economía del mundo, y cuyos efectos en el sistema internacional son difíciles de predecir: China.