El pasado domingo TVE1 nos ofreció la fantasiosa película de acción Hitman (2007), en la que el protagonista -miembro de una organización clandestina de asesinos improbablemente rapados y tatuados con un código de barras en la nuca- se enfrenta a un complot algo confuso en el que el doble del presidente reformista de Rusia se alía con el FSB (Servicio Federal de Seguridad, en ruso) para asesinarle y tomar el poder. La película en sí es mala, pero lo que me llama la atención es que es una vez más una película de acción plantea a los rusos como principales antagonistas. En ese sentido pertenece a ese ese gran género fílmico que podríamos llamar “los rusos son los malos”, en el que predominan estereotipos y clichés baratos, pero del que a veces también podemos aprender algo sobre la Rusia moderna.
El caos de los años 90
Rusia entró en la cultura pop del cambio de siglo con Goldeneye (1995), la primera película de James Bond protagonizada por Pierce Brosnan. En ella un terrorista se alía con militares insurrectos para hacerse con el control de una peligrosa arma-satélite creada por la Unión Soviética. Dos años después, en El Santo (1997) un magnate criminal del sector energético lanza una campaña populista para arrebatarle el control de la Federación Rusa a un débil presidente reformista. Juntas, estas dos películas nos ofrecen una imagen de Rusia dominada por el caos, en la que militares ambiciosos y oligarcas corruptos se aprovechan de la inestabilidad política para acrecentar su poder. Y teniendo en cuenta la Rusia de los 90, no es una imagen muy descabellada.
La primera década tras la disolución de la Unión Soviética en 1991 sometió a los rusos a una crisis económica brutal, facilitada por una clase política trágicamente propensa a la corrupción. Entre 1990 y 1999 la economía cayó en picado: la renta per cápita pasó de 3.400 dólares a 1.400, el porcentaje de rusos pobres se precipitó del 4% al 10%, y la esperanza de vida media pasó de 69 a 66 años. Fueron los años del presidente Boris Yeltsin, cuyo rasgo más distintivo era su afición a la bebida, y cuyo gobierno facilitó una privatización descontrolada y opaca que permitió a empresarios y burócratas corruptos hacerse con empresas estatales a precio de saldo. El resultado fue la creación de una clase de magnates y oligarcas que competían por el control del estado ruso con unos servicios de seguridad aliados con poderosas redes criminales.

El orden de los años 2000
El nuevo siglo comenzó en la Rusia ficticia con Pánico Nuclear (2002), adaptación de una novela de Tom Clancy, en la que la debilidad del gobierno democrático permitía a un grupo transnacional de neofascistas sobornar a un comandante del ejército ruso para provocar una confrontación militar con los Estados Unidos. Esta película ofrecía una imagen ya anticuada, una prolongación de los años 90, cuando el país había evolucionado ya hacia una nueva realidad política que queda mejor reflejada en El Mito de Bourne (2004), en la que un magnate capaz de controlar parte del FSB se aprovecha de un programa secreto de la CIA para asesinar a un prometedor político reformista. Al igual que Hitman, la segunda película en la saga Bourne nos dibujaba una Rusia en la que los intereses económicos y de seguridad se alían contra el cambio democrático. Es la Rusia de Putin.
Vladimir Vladirimovich Putin, ex-agente de la KGB (la agencia espía soviética que luego se transformó en el FSB), comenzó su carrera política en el importante ayuntamiento de San Petersburgo antes de sumarse a la segunda administración de Boris Yeltsin, donde llegó a ser jefe del FSB en 1998 y vice primer ministro en 1999. Cuando Putin dimitió el 31 de diciembre de 1999 Putin se convirtió en presidente en funciones, y tras unas elecciones anticipadas fue inaugurado como presidente de la Federación Rusa en mayo de 2000. Desde entonces Putin ha dominado la política rusa como presidente (2000-2008), primer ministro (2008-2012), y de nuevo presidente (desde mayo de este año).

Como presidente, Putin ha perseguido tres objetivos principales; primero, consolidar la estabilidad política del país bajo el firme control del Kremlin; segundo, facilitar la recuperación económica mediante un capitalismo de estado basado en la exportación de petróleo y gas natural (la renta per cápita que ha subido hasta más de 10.000 dólares); y tercero, promover la rehabilitación de la identidad rusa y del orgullo nacional después de la dictadura soviética y el fatalismo de los años 90. En este proceso triple de centralización -política, económica, cultural- se ha servido de un ejército desplegado en Chechenia y Georgia, de una iglesia ortodoxa rusa que proclama a Rusia como “la Tercera Roma”, así como de unos servicios de seguridad -especialmente el FSB- que disfrutan de cada vez más influencia mientras se someten a cada vez menos control democrático.
La contrapartida de este proceso de centralización ha sido la concentración de poder en el partido de Putin, Rusia Unida, mediante leyes cada vez más restrictivas contra la movilización política, ataques velados y no tan velados contra organizaciones pro-democracia, y una permanente campaña propagandística que le presenta como héroe del país (la imagen que incluyo arriba es sólo una de las muchas en las que Putin aparece en pose valerosa o haciendo demostraciones de fuerza).
Lo más trágico de la Rusia actual es que, en cierto sentido, Putin sí que ha salvado a su país: los rusos le han apoyado multitudinariamente como agradecimiento por la incuestionable transición del caos y la inestabilidad al orden y a una cierta prosperidad. Lo cual no quita para que la Rusia de Putin sea un gigante con pies de barro: los resortes del poder siguen firmemente controlados por burócratas de honestidad cuestionable que dificultan la reforma (Transparency International sitúa a Rusia en el puesto 133 de 174 en su índice de corrupción); las poderosas fuerzas de seguridad siguen teniendo vínculos preocupantes con redes mafiosas y criminales; los gobiernos locales y regionales siguen mostrándose incapaces de hacer frente a desafíos y crisis; y la prosperidad económica depende por completo de un mercado externo sediento de energía barata.
¿El misterio de los años 10?
No me sorprendería que la Rusia ficticia continuase dando juego a los cineastas, independientemente de lo fieles que los guiones sean a la realidad. Quizás veamos alguna película sobre la persistente debilidad de la economía rusa, o sobre los minoritarios intentos de democratizar y liberalizar el país, aunque es poco probable.
Ya sabemos cuales serán algunas de las próximas películas de acción ambientadas en Rusia. Por un lado está el nuevo intento de reboot de la saga de Jack Ryan (la última vez fue Pánico Nuclear), con el nada creativo título de Jack Ryan (2013), en la que el protagonista se enfrentará a un enemigo ruso. Por otro lado está la quinta entrega en la saga Jungla de Cristal, con el título inglés A Good Day to Die Hard (2013), en la que John McClane se enfrentará a un grupo terrorista ruso para salvar a su hijo.
Todavía no sabemos mucho sobre la trama de ambas películas. Personalmente yo apostaría a que John McClane ganará.
