La noticia internacional del día es sin duda la decisión del Comité Nobel Noruego de otorgar el premio de la paz a la Unión Europea. El comité ya ha cometido errores de juicio en el pasado, como cuando otorgaron el premio al presidente de EEUU Barack Obama tan sólo por no ser George Bush. No debería sorprender a nadie, por tanto, que inmediatamente las redes sociales se hayan llenado de mensajes escépticos, de críticas a la desunión europea y acusaciones de guerra económica, y que algunos comentaristas cuestionen la sabiduría del Comité en estos tiempos de crisis en los que resulta tan difícil poner de acuerdo a los gobiernos europeos para proporcionar ayuda a países como España o Italia. Dicho lo cual, lo que sí es sorprendente es la miopía histórica de estas críticas.
Durante siglos el continente europeo fue la cuna de todas las grandes guerras que acabaron por engullir al resto del mundo. Los sospechosos habituales que protagonizaron estos conflictos nos resultan dolorosamente familiares: España, Inglaterra, Francia, y sobre todo Alemania. Sólo en los dos últimos siglos estos países han sido actores centrales en las guerras napoleónicas (1803-15), las guerras de independencia italiana (1848-49, 1859, 1866-68), la guerra austro-prusiana (1866), la guerra franco-prusiana (1870), las guerras coloniales animadas por la competición europea, las guerras balcánicas (1912-13), la primera guerra mundial (1914-18), y la segunda guerra mundial (1939-45). Cientos de millones de personas muertas a causa de las rivalidades entre un puñado de países.
El horror de las dos guerras mundiales forzó a los europeos a reflexionar, a imaginar un mundo en el que los campos de batalla europeos se convirtiesen en algo del pasado. Ya en 1946 Winston Churchill abogó por crear los “Estados Unidos de Europa”, pero no fue hasta 1951 que comenzó el proceso de integración europea mediante la unión de las industrias del carbón y el acero (1951), y más tarde de la energía atómica y el mercado común (1957). Cuando estos proyectos aún existían sólo en el plano de los sueños, en 1950, el ministro de asuntos exteriores francés Robert Schuman realizó una famosa declaración que articulaba la justificación principal de la integración:
La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada . . . La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible.
Seis décadas más tardes tenemos una Unión política, económica y monetaria que permite a Europa hablar -cada vez más- con una sola voz. Una Unión imperfecta porque es un experimento sin precedentes en la historia de las relaciones internacionales, una forma de organización común por encima de los estados, casi un estado en sí misma, a años luz de otros organismos internacionales como las Naciones Unidas que a lo más que pueden aspirar es a limar asperezas diplomáticas.
Sesenta años más tarde las guerras entre países europeos se han vuelto inconcebibles, y las viejas rivalidades son incapaces ahora de desatar el caos global como lo hicieron hace tan sólo dos generaciones. Quien cuestione las contribuciones a la paz de la Unión Europea no tiene más que preguntar a los ancianos que sobrevivieron a la ocupación de Francia, la batalla de Inglaterra, o la ocupación de Berlín. Entonces se darán cuenta de que el premio Nobel es el mínimo reconocimiento que se merece ese sueño que es la Unión Europea.