Una de las víctimas de la tijera de la crisis ha sido la cooperación al desarrollo española, y hay quien piensa que esto es mala idea por varias razones importantes. A los españoles nos gusta pensar que somos una sociedad solidaria, no sólo en casa sino también más alla de nuestras fronteras. Un país de cooperantes, en el que pueden verse en televisión programas como “Acción Directa” y anuncios en los que las Fuerzas Armadas se presentan como instrumentos de ayuda humanitaria. Es ésta una imagen de nosotros mismos poderosa y arraigada, en gran medida basada en la realidad, pero imagen a fin de cuentas, y que como tal precisa una mirada crítica. Porque España proporciona cooperación, y mucha, pero no está claro que esa ayuda promueva de manera efectiva el desarrollo, o al menos no tanto como nos gustaría.
¿Contribuye la cooperación española al desarrollo económico y social de los países menos privilegiados? No existe una repuesta fácil a esta pregunta. Los efectos de la ayuda oficial al desarrollo (AOD) son tremendamente difíciles de medir con certeza: sabemos cuantificar los fondos entregados, pero rara vez sus consecuencias, sobre todo a medio y largo plazo. Aún así, en las dos últimas décadas ha emergido un consenso entre especialistas y organismos internacionales en torno a ciertas prácticas que aumentan o disminuyen la eficiencia y eficacia de la cooperación, y por tanto las probabilidades de que realmente se favorezca el desarrollo (prácticas como, por ejemplo, la coordinación y armonización entre donantes, para evitar que el ministro de educación de un país pobre tenga que dedicar todo el día a veinte reuniones con veinte representantes extranjeros en lugar de hacer su trabajo, que es mejorar el sistema educativo de su país). El Center for Global Development, el think tank de desarrollo mas importante en Estados Unidos, realiza un exhaustivo estudio de calidad de la AOD procedente de paises industrializados, prestando atención precisamente en este tipo de prácticas. ¿Qué dice este estudio sobre la cooperación española?
De las cuatro dimensiones generales que el informe analiza, España puntúa por debajo de la media en dos de ellas (eficiencia y costes administrativos), en torno a la media en una (apoyo a las instituciones), y por encima de la media en la última (transparencia). Quizás el hallazgo más llamativo -y entristecedor- sea que la cooperación al desarrollo española aparece como una de las menos eficientes de todas las estudiadas, de acuerdo a criterios como los niveles de pobreza o buen gobierno del país receptor, los costes administrativos, o la especialización en países o sectores concretos. Una falta de eficiencia que se ve claramente en las cifras del año 2008, cuando la crisis aún no había llevado a recortes. En cuestión de volumen de cooperación España ocupaba el séptimo puesto entre los 23 donantes bilaterales que abarcaba el estudio, por detrás sólo de Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Francia, Japón y Países Bajos. Concretamente, la AOD española ascendió a 6.866 millones de dólares. Pero dicha ayuda se canalizó a través de 9.159 proyectos de desarrollo, lo cual implica una media de unos 750.000 dólares por proyecto. Si comparamos esta media con la del Reino Unido (4.7 milliones de dólares por proyecto) o los Países Bajos (5.8 millones de dólares por proyecto), resulta evidente que España se dedica a proyectos mucho menores que los de otros donantes industrializados. Es decir, la cooperación española interviene mucho, pero a pequeña escala, lo cual conlleva una incapacidad de prestar apoyo a las auténticas transformaciones estructurales e institucionales que facilitan el desarrollo sostenible.
¿Por qué son tan importantes las reformas institucionales? A pesar de su prominencia en la imaginación popular, el analfabetismo, la mortalidad infantil o la malnutrición no son sino síntomas de una aflicción fundamentalmente política. Lo que nos diferencia a nosotros de los países en desarrollo es que si enfermamos o perdemos nuestro trabajo el estado tiene la capacidad y obligación de ayudarnos. No es ése el caso en los países más pobres, donde el estado, si es que funciona, lo hace con escasos medios y mediante una burocracia raquítica y corrupta. Sin sueldos decentes ni supervision, policías, funcionarios y hasta profesores y médicos a menudo exigen sobornos de los mismos ciudadanos a los que en teoría deberían asistir. Es un sistema en el que la corrupción es denostada y practicada a partes iguales, y en cuya cima se aposentan caciques y depredadores politicos. Los mismos líderes que prometen reformas a los donantes extranjeros como España, pero que al recibir la ayuda la reparten entre sus allegados y clientelas, para después volver a los donantes cargados de nuevas peticiones y promesas; un círculo vicioso que el experto en desarrollo Nicolas van de Walle ha dado en llamar ‘la politica de la crisis permanente’. Estos problemas políticos sólo pueden abordarse cuando los donantes se comprometen a intervenir en un país a medio o largo plazo, blandiendo sus fondos de cooperación como palo y zanahoria para promover las reformas institucionales que puedan, poco a poco, enraizar el desarrollo sostenible. Para eso es precisa una clase de cooperación que concentre sus recursos en menos intervenciones, pero más cuantiosas. En cambio, la miríada de pequeños proyectos a los que la ayuda española se enfoca pueden aspirar a ser tan sólo paliativos temporales. Vendas en lugar de vacunas.
No son sólo la eficiencia o la eficacia lo que debe preocuparnos; también los criterios por los que nos guiamos al seleccionar los beneficiarios de nuestra cooperación. ¿Cuáles son los países a los que España proporciona más ayuda? Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, los diez principales receptores de AOD española en 2009-10 fueron, en orden descendiente: República Democrática del Congo, Marruecos, Haití, Túnez, Nicaragua, Bolivia, Perú, Colombia, El Salvador y Guatemala. Esta lista habla por sí sola. Destaca la escasez de países verdaderamente pobres: países como Mali, que intentaba en esos años consolidarse como la principal democracia en el Sahel, antes de verse deshecha por un conflicto regional; o como Sierra Leona y Liberia, que continuaban reconstruyéndose como frágiles democracias tras dos devastadoras guerra civiles. En lugar de eso, nos encontramos con que gran parte de la AOD española más reciente tiene poco que ver con la lucha eficaz contra la pobreza extrema. Más bien refleja el intento de mantener una esfera de influencia en Latinoamérica y reducir la llegada de inmigrantes ilegales.
Así pues, ¿tenemos una imagen clara en España de los fines de nuestra cooperación al desarrollo? Los especialistas suelen identificar cuatro motivaciones principales para la concesión de AOD. Primero: ofrecer a países menos afortunados la asistencia necesaria para fomentar su desarrollo económico y social. Segundo: sentirnos mejor con nosotros mismos y poder disfrutar con conciencia tranquila de nuestra comparativa opulencia. Tercero: hacer que los gobiernos de los países receptores adopten políticas públicas o diplomáticas favorables a nuestros ideales o intereses. Y cuarto: crear y mantener puestos de trabajo, los de los funcionarios, consultores, contratistas y cooperantes que componen la industria de la ayuda al desarrollo. Se trata de cuatro justificaciones perfectamente legítimas desde diferentes puntos de vista, pero que en su mayor parte, como resulta evidente, poco tienen que ver con la solidaridad y con criterios de eficiencia y eficacia como los arriba mencionados.
Para que los españoles sigamos sintiéndonos una sociedad solidaria no basta con aumentar las partidas presupuestarias destinadas a la cooperación; la mágica cifra del 0.7% significa poco cuando gran parte de ese dinero va a lugares como Marruecos o Perú. Lo que hace falta es cuestionarse qué clase de cooperación estamos llevando a cabo. Si realmente nos impulsa la solidaridad, si realmente queremos asegurar que nuestra contribución asista a quienes más la necesitan, entonces es nuestra obligación ser más exigentes con nosotros mismos y con nuestros gobiernos; preguntar no sólo cuánto sino cómo y a quién; en definitiva, adoptar una política de ayuda al desarrollo más consecuente con nuestras aspiraciones. Pero éste es un debate público, tan complejo como necesario, en el que en los españoles aún tenemos que embarcarnos.