Hoy nos hemos despertado con la noticia de algo que no ha pasado: la agencia de calificación financiera Moody’s ha decidido no rebajar su valoración de los bonos del estado españoles, desmarcándose de la decisión de Standard & Poor’s hace una semana. Los efectos se han sentido de inmediato: a las 10 de la mañana la prima de riesgo había caído por debajo de 400 puntos, y el Ibex ganaba más de un 1%. Resultan tan escasas las buenas noticias económicas estos días que uno casi siente la tentación de aclamar a Moody’s como el héroe que confía en la economía de España a pesar de todo; de la misma forma que hace una semana prácticamente abucheábamos a S&P’s como un villano cuya irresponsabilidad sólo iba a empeorar las cosas. ¿Quiénes son estas agencias de calificación (o “rating”) que tanto poder tienen sobre nuestras vidas?
En 1909 el analista financiero estadounidense John Moody publicaba la primera serie de calificaciones de bonos emitidos por compañías de ferrocarriles, con la idea de ofrecer a los inversores una guía con la que mejor emplear su dinero. Al señor Moody le surgieron varios competidores durante las siguientes dos décadas: la Poor’s Publishing Company en 1916, la Standard Statistics Company en 1922, y la Fitch Publishing Company en 1924, todas ellas haciendo negocio mediante la venda de sus calificaciones de bonos a posibles inversores. Nueve décadas más tarde, tras una serie de adquisiciones, ventas y fusiones empresariales, Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch se han convertido en las tres agencias de calificación financiera más importante del mundo.
El modelo de negocio que se inventó John Moody tiene mucho sentido en un mercado financiero como el que se estaba consolidando hace cien años, y que sólo se ha vuelto más complejo desde entonces. Prestar dinero es un negocio arriesgado, y los posibles prestamistas necesitan poder distinguir entre aquellos prestatarios (empresas, bancos, gobiernos) que pueden devolver el préstamo y aquellos para los que va a ser más difícil. Los intereses son el principal mecanismo para gestionar este riesgo: a mayor probabilidad de fracaso, mayor interés. Pero es muy difícil para un inversor determinar por sí solo la viabilidad financiera de un negocio: por un lado hay demasiados factores internos que no se pueden observar desde fuera, y por otro todo el que pide dinero va a jurar y perjurara que devolverá el dinero de forma rápida y beneficiosa. Por lo tanto es preciso tener a algún tipo de actor externo que pueda calificar la viabilidad del prestatario. Y éste fue el nicho que ocuparon las compañías privadas Fitch, S&P’s y Moody’s en el mercado poco regulado de Estados Unidos, donde en las décadas siguientes recibieron el espaldarazo oficial de los gobiernos estatales y federales.
Si las agencias de rating son empresas privadas, ¿de dónde sacan sus ganancias? Al principio las tres agencias vendían su información a los inversores. En los años 70, no obstante, le dieron un giro de 180 grados a su modelo de negocio: a partir de entonces serían las entidades que emitiesen deuda en el mercado privado (una vez más: empresas, bancos, gobiernos) las que tendrían que pagar por ser calificadas. Dado el respaldo gubernamental a Moody’s, Fitch y Standard & Poor’s, las entidades emisoras se dieron cuenta de que sólo mediante su aprobación podrían acceder a la financiación en el mercado privado, en el que además tendrían que asegurar a los posibles inversores que sus bonos eran productos financieros de bajo riesgo. Es decir, que España está pagando a Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch por calificar su deuda pública, tanto si le otorgan una nota AAA como una de bono basura.
A la vista de la larga y complicada historia de las agencias de rating cabe preguntarse, primero, si este modelo de negocio no puede crear un conflicto de intereses, y segundo, si las agencias realmente aciertan más que los propios inversores.
En 2001 las agencias recomendaron invertir en la empresa Enron cinco días antes de que se colapsara como un castillo de naipes. En 2008, una vez más, recomendaron invertir en Lehman Brothers justo antes de que quebrase. Este optimismo aparentemente injustificado podría explicarse como el resultado de un conflicto de intereses: las agencias reciben su sueldo de entidades financieras que no quieren ser calificadas con mala nota. No obstante, está documentado que este tipo de inercia en las calificaciones data de los años 30, y por otra parte las propias agencias presumen de analizar ciclos financieros más largos que los propios inversores. Su buena reputación en los mercados financieros depende de la ausencia de conflictos de intereses.
La otra gran pregunta sobre las agencias de calificación es si son creadores o seguidores de tendencias, es decir: si sus calificaciones reconducen a los inversores, o si es el comportamiento de los inversores el que reconduce sus calificaciones. Por ejemplo, en la crisis financiera asiática de 1997, las agencias actuaron de forma claramente pro-cíclica (es decir, en consonancia con el comportamiento de los inversores): antes del colapso financiero de Corea del Sur las agencias le otorgaban una calificación positiva, pero después del colapso se enrocaron en una calificación negativa durante demasiado tiempo; algo similar ocurrió tras la debacle de Lehman Brothers en Estados Unidos hace pocos años. Este comportamiento podría explicarse si asumimos que las agencias siguen las señales que les llegan de los inversores. Pero también puede explicarse con el argumento de la reputación: tras la demostración pública de un fallo de calificación, las agencias se vuelven muy conservadoras y cautelosas en sus ratings durante un tiempo.
Para terminar, ¿tienen estas agencias de rating demasiado poder sobre nosotros?
Mucho se ha argumentado sobre el hecho de que las principales agencias sean estadounidenses, y de que por lo tanto necesitemos una agencia europea, como si los informes de calificación respondiesen a políticas de poder internacionales y no a realidades económicas. Quienes piensan así se equivocan. Las agencias tienen poder, sí, pero no por ser estadounidenses. Timothy Sinclair, en su libro Los Nuevos Amos del Capital, argumenta que el poder de las agencias fluye de su papel como guardianes de la ortodoxia, como sistematizadores de la información que los mercados financieros ya tienen a su disposición, pero que es demasiado compleja y contradictoria como para señalar en un sentido y no otro. Los ratings son, desde este punto de vista, una expresión más o menos coherente del sentir confuso y amorfo de los inversores. En un mundo de gran incertidumbre, el poder de las agencias proviene de su capacidad para inyectar certidumbre. Por eso cualquier agencia europea, si quisiese aspirar a la misma posición de poder, por necesidad tendría que desvincularse de los gobiernos europeos; dejaría de ser una agencia de calificación europea y pasaría a ser simplemente una agencia de calificación financiera.
La conclusión más útil que se puede sacar de esta breve reflexión es que un gobierno como el español no puede confiar en el buen hacer de Moody’s o Standard & Poor’s (que de hecho ahora mismo están en desacuerdo), pero tampoco puede acusarles de intentar socavar la economía española. Las agencias puede que sean “los nuevos amos del capital”, como dice Sinclair, pero antes que intentar derrocarlas tenemos que afrontar la triste realidad de que es el sistema financiero en sí el que no se fía de nosotros.