Estos días se reúne en Irlanda del Norte el G-8 para dos días de discusiones protegidas por 7km de valla metálica. Parece evidente que la agenda de los líderes mundiales -Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Japón, Estados Unidos, Canadá y Rusia– incluirá los temas de la crisis financiera, fiscal y económica europea o la posible/deseable/imaginable intervención en la guerra civil siria, que según los medios ya se habría cobrado más de 75.000 víctimas mortales mientras los demás nos quejábamos del nuevo formato de Facebook. El G-8 es quizás el instrumento de política internacional más importante que existe en la actualidad, pero también potencialmente el menos importante. El mundo del siglo XXI no se está pareciendo a ninguna de las predicciones hechas en 1980, 1990 o 2000; y ya no está claro si en las próximas décadas el mundo se regirá por las leyes, las armas, las empresas, las monedas, o las ideas.
Cualquier persona que haya estudiado o leído algo sobre la historia de las relaciones internacionales tiene que llegar a la conclusión de que el sistema internacional está más organizado que nunca antes. Existen cientos de organizaciones internacionales, miles de tratados, una integración comercial y financiera sin precedentes, y por encima de todo ellos una emergente sociedad civil global cosmopolitca y conectada que no se conforma con lo que ofrecen las fronteras nacionales. Este no es el mundo de 1800, en el que el auge de un individuo poderoso podía precipitar una guerra global, ni mucho menos el de 1600, en el que varias potencias se disputaban abiertamente y sin contemplaciones gran parte del territorio -y los pueblos- del mundo.
Pero eso no significa que el mundo se haya vuelto predecible, ni mucho menos. En 1980 se preveía un conflicto a largo plazo entre los bloques comunista y capitalista, consolidando la bipolaridad de las relaciones internacionales. Pero prácticamente nadie previó la caída de la Unión Soviética. En 1990 se empezaba a plantear un “Nuevo Orden Mundial” en el que la combinación de potencias liberales -lideradas por EEUU- y organizaciones internacionales solucionarían los problemas del mundo a base de consenso y legitimidad. Pero Somalia, Ruanda y Bosnia demostraron que las Naciones Unidas tenían poca efectividad sin apoyo de las grandes potencias, que se mostraban mucho menos interesadas en los rincones más oscuros del mundo de lo que muchos querían. En 2000 se empezó a plantear el retorno a un mundo multipolar en el que potencias tanto del Norte como del Sur global sustenatarían una arquitectura de diplomacia, comercio y humanitarismo más justa. Pero China no se interesa mucho por tratados y organizaciones internacionales, Rusia se ha volcado en la diplomacia del petróleo, India sigue mirando hacia dentro e intentando solucionar sus problemas fundamentales, en América Latina la llegada del radicalismo basado en los recursos naturales ha dividido a la región, y en Europa las grietas de la moneda única y la construcción europea han precipitado a millones a la depresión económica.
Dicho lo cual, cada una de las épocas han logrado aportar algo a la estabilidad del sistema internacional. La victoria del capitalismo sobre el comunismo en los 80 ha estrechado los lazos comerciales y financieros internacionales (creando tanto ganadores como perdedores). Los avances multilaterales de los 90 han devuelto cierta credibilidad a la ONU, que ahora reparte a sus cascos azules por más países y con mayores responsabilidades que nunca antes; los 90 también resultaron en la Organización Mundial del Comercio, que ha consolidado las reglas del juego del comercio internacional y es posiblemente la organización global más valiosa. La última década ha demostrado que las relaciones internacionales siguen requiriendo el acuerdo -o al menos, el consentimiento- de las grandes potencias, que ya no son exclusivamente occidentales; y empezando en Seattle en 1999 y en Nueva York en 2001, los 2000 han puesto de manifiesto el potencial de las redes transnacionales para enfrentar el poder de los estados-nación.
¿Por qué tantos vaivenes en la búsqueda del orden global? ¿Por qué los constantes cambios de dirección y vueltas atrás? Por invocar por un instante las raíces de uno, la respuesta no es muy diferente a aquel dicho sevillano de que “cada uno cuenta la Feria como le va”. No hay consenso sobre la necesidad de ordenar y regular el mundo porque cada potencia o región tiene una experiencia diferente.
Los europeos nos llevamos un sobresalto bastante fuerte con la Segunda Guerra Mundial, de la que sólo nos sacaron los Estados Unidos y la Unión Soviética después de decenas de millones de muertes. El shock fue tan grande como para propiciar la institucionalización del sueño pan europeo de una región en la que la guerra no fuese posible. Se empezó con un mercado único de carbón y acero, luego de energía atómica, luego de productos y servicios, luego de empresas y trabajadores, hasta alcanzar el sistema actual de integración económica, financiera, monetaria y política (aunque no fiscal) que tenemos en Europa. A los Europeos nos chiflan las leyes porque son lo que ha permitido construir este espacio de paz permanente y -hasta hace unos años- prosperidad que llamamos la Unión Europea. Por eso somos a menudo los mayores partidarios del derecho internacional, y por eso nos intentamos replicar -cual virus- al exigir a nuestros socios comerciales de África o Asia que se regionalicen ellos mismos antes de negociar con Europa.
América Latina comparte hasta cierto punto el sueño de una región de paz permanente. La idea proviene del mismo Simón Bolívar hace 200 años, y recientemente se ha expresado mediante organismos regionales como el bloque comercial Mercosur y la más pintoresca Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA) de Hugo Chávez. Pero los países latinoamericanos también tienen una experiencia bastante negativa con la intervención internacional y el sometimiento a Estados Unidos, por lo que a este impulso regionalizador se suma un instinto feroz de independencia.
Estados Unidos es un caso complejo. Por un lado quizás el principio más importante en la historia de sus relaciones internacionales ha sido el aislacionismo, promovido por el propio George Washington tras la guerra de independencia. Por otro lado desde el siglo XIX -primero en Latinoamérica, después en Asia, y finalmente en todo el mundo- Estados Unidos se ha convertido en la primera potencia global de la historia, con presencia militar en los siete mares e intereses comerciales y estratégicos en todos los continentes. Esto ha dado lugar a dos corrientes de pensamiento encontradas: por un lado el realismo político de Henry Kissinger que pretende asegurar la primacía de los intereses nacionales por encima de los deseos de otros; y por otro lado el internacionalismo liberal que llevó al país a crear todo el sistema internacional de organizaciones y tratados tal y como lo conocemos hoy en día: Naciones Unidas, OTAN (y en parte Unión Europea), Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio, etc.
En África, sometida durante sus 60 años de independencia a la injerencia externa y al caos interno, prevalece un multilateralismo de pompa y boato que apenas tiene consecuencias reales para las relaciones internacionales. De la misma forma que internamente los presidentes y políticos se dedican a interminables reuniones de alto nivel y sesiones de reflexión, externamente han creado una armazón de organismos básicamente inútiles que les permiten viajar en primera clase y reunirse en hoteles de lujo bastantes días al año.
Por último, en el extremo más enamorado de la soberanía y autonomía nacionales está Asia, quizás ampliable a Eurasia y Oriente Próximo: un mundo de enemistades centenarias -como entre China y Japón, India y Pakistán, India y China- y de grandes potencias con pies de barro cuyos imperativos de supervivencia les impiden embarcarse en compromisos internacionales que en la práctica limitan su libertad de movimientos.
Con tantas culturas de relaciones internacionales distintas, ¿sorprende acaso que el mundo parezca un caos controlado más que un sistema coherente?
El pensador que mejor expresó este caos controlado fue el británico Hedley Bull en su libro de 1977, The Anarchical Society (La Sociedad Anárquica). El propio título del libro condensa de manera elegante su principal mensaje: vivimos en un mundo sin gobierno central, y por tanto anárquico, pero bajo esta situación de anarquía yace una verdadera sociedad internacional, y no un mero sistema de actores atomizados y desconectados entre sí. Cinco son los cimientos del orden internacional, según Bull: el equilibrio de poder, el derecho internacional, la diplomacia, la guerra, y las grandes potencias.
Estos cinco cimientos están en tensión permanente: a veces la guerra y el equilibrio de poder prevalecen, como durante los 80; la década siguiente fueron el derecho internacional y la diplomacia; mientras que en la actualidad, en el mundo del G-8, quizás sean las grandes potencias. Pero lo más importante es que todos ellos son instrumentos de orden en lugar de caos, haciendo posible que a pesar de vivir bajo el paraguas de la anarquía -entendida como ausencia de gobierno- podamos sin embargo habernos convertido en una sociedad internacional.
Quizás haya llegado la hora de añadir un sexto cimiento al esquema de Bull: las redes transnacionales. Los estados ya no son infalibles, como demuestran la Primavera Árabe, Wikileaks, o al-Qaida. La pregunta clave es si estas redes contribuirán a un mayor orden o a un mayor caos, y si algún día se volverán tan fuertes como para desafiar a las grandes potencias.