Regreso tras una semana alejado de internet con ganas de seguir explorando el mundo que nos rodea. Y en lugar de escribir sobre las elecciones de Estados Unidos (que ya he comentado aquí), hoy voy a escribir sobre la gran cuestión de política exterior a la que el hombre que resulte elegido presidente mañana tendré que enfrentarse de alguna forma: el auge económico y político de una dictadura comunista de mercado de 1.300 millones de personas que ostenta la segunda mayor economía del mundo, y cuyos efectos en el sistema internacional son difíciles de predecir: China.
Entre 1405 y 1433 el almirante chino Zheng He guió siete flotas imperiales con cientos de buques y decenas de miles de hombres por todo el Mar de la China Meridional y el Océano Índico, trazando rutas entre lo que hoy conocemos como Indonesia, Sri Lanka, India, Irán, Yemen, Somalia, Kenia y Mozambique. Los logros navales del almirante Zheng fueron emblemáticos de una China imperial tecnológicamente avanzada y segura de su posición central en el mundo tal y como lo conocía. En ese preciso instante en el tiempo, a mediados del siglo XIV, China tuvo la oportunidad de convertirse en el centro político y económico del mundo moderno. Sin embargo, los viajes de Zheng fueron suspendidos por emperadores poco interesados en el resto del mundo, para quienes la tradición china demostraba lógicamente que el mundo más allá del imperio importaba poco o nada. Y así pues las monarquías europeas tuvieron vía libre para conquistar y organizar el mundo a su imagen y semejanza, espoleadas por dos pequeños reinos en la península ibérica que por aquí conocemos bastante bien.
El siglo XX marcó la reentrada de China en los asuntos mundiales. Tras la guerra civil y la rebelión de 1949 el líder comunista Mao Zedong se propuso sacar a China de un siglo de humillación que había comenzado con las guerras del opio de 1839-1842, a partir de las cuales las potencias occidentiales básicamente dictaron la política en el país. Pero la idología totalitarista de Mao, plasmada en las radicales políticas socioeconómicas de la Revolución cultural y el Gran salto adelante, sólo condujo a la pobreza y a hambrunas que mataron a decenas de millones de personas. En 1976, el año de la muerte de Mao, la renta per cápita de la República Popular de China era de unos míseros 163 dólares al año. Treinta y cinco años más tarde, en 2011, era de 5.445 dólares: un desarrollo económico meteórico que sacó a unos 60 millones de chinos de la pobreza, y que en gran parte se debió al liderazgo de uno de los sucesores de Mao, Deng Xiaoping, quien en apenas una década (1978-1989) introdujo amplias reformas capitalistas (si bien manteniendo la retórica comunistas) y sentó las bases del auge económico que conocemos hoy.
Hoy en día China se ha convertido en la segunda mayor economía del mundo, por detrás de Estados Unidos. Su renta per cápita aún es baja comparada con las democracias capitalistas occidentales, pero su economía de más de 7 billones de dólares es cinco veces mayor que la española, y lleva una década creciendo por encima del 9% anual. No es sorprendente, por tanto, que el gobierno chino aspire a un protagonismo político internacional correspondiente a su protagonismo económico, aunque no tenga especialmente claro qué tipo de comportamiento y responsabilidades implica dicho protagonismo.
La China del siglo XXI se ha encontrado un mundo organizado por los vencedores occidentales de la segunda guerra mundial: las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio, el Tribunal Penal Internacional, etc., son todos ellos expresiones de los debates ideológicos y legales que han madurado en Occidente durante siglos, y que se han extendido por todo el mundo mediante el colonialismo, el imperialismo, la descolonización y la globalización. China se ha encontrado con el dilema estratégico de cómo participar cada vez más en este complejo sistema sin atarse de manos y perder su preciada soberanía. Por encima de todos los políticos e ideólogos chinos se preocupan de no alarmar al resto del mundo con su creciente poder. Por eso en la década de los 90, bajo el presidente Hu Jintao, la República Popular adoptó el concepto estratégico de “auge pacífico” (después cambiado a “desarrollo pacífico” para evitar las connotaciones conflictivas de la palabra “auge”), según el cual China es un miembro responsable de la comunidad internacional que colabora en los grandes problemas y se relaciona principalmente mediante el comercio y la cultura.
En Estados Unidos (el principal interlocutor de China en el mundo) el “auge pacífico” aún se ve con algo de recelo. Aún poseyendo el mayor y más avanzado ejército del mundo, los militares americanos han visto con alarma el desarrollo del primer buque portaaviones chino o de los primeros misiles anti-buque de largo alcance, que ven como una amenaza directa a la libertad de los mares tal y como la promueve Estados Unidos. Otras voces más sosegadas interpretan estos desarrollos militares de forma simbólica, argumentando que el portaaviones, por ejemplo, es emblemático de las grandes potencias (EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia) y que por tanto es lógico que China aspire a poseer uno en su transición hacia gran potencia internacional.
Lo innegable es que hay una cierta tensión entre China y Estados Unidos, alimentada por tres conflictos históricos: la independencia de Taiwán, que China reclama como provincia de la República Popular y que EEUU se ha comprometido a defender militarmente; la reconciliacion entre Corea del Norte (apoyada por China) y Corea del Sur (apoyada por EEUU); y la tensión con Japón (aliado de EEUU) tanto por minúsculos archipiélagos disputados en el mar que separa ambos países, como por las heridas no cerradas de la Segunda guerra mundial (cuando fuerzas japonesas ocuparon parte de China, matando a miles de personas en el proceso). El problema es que estas cuestiones internacionales generan una considerable agitación popular en China, un nacionalismo contra el que el gobierno del Partido Comunista no puede combatir y que se ve resignado a tolerar o incluso fomentar. Así pues China ofrece dos caras al mundo: mientras por un lado los burócratas de política exterior se encargan de apaciguar ánimos encendidos y reafirmar el “auge pacífico”, por otro lado los periódicos oficiales y las redes sociales no cesan de transmitir las protestas y ambiciones nacionalistas respecto a Taiwán o Japon.
Y es que en última instancia el gran problema del gobierno Chino es cómo controlar a una población de 1.300 millones de personas de decenas de etnias diferentes en un contexto de capitalismo regulado que ha generado muchísima riqueza pero también enormes tensiones sociales. La popularización de internet -y en especial de las redes sociales- ha generado un microcosmos de desafección popular e incluso cinismo respecto al Partido Comunista, especialmente a medida que se destapan escándalos de corrupción en los todopoderosos gobiernos provinciales que parecen más allá del control de Beijing. Según recogía The Economist la semana pasada, los pobres se quejan de la desigualdad económica y la corrupción, las clases medias se preocupan por la contaminación y la seguridad de sus ahorros, y los más ricos se pelean por controlar porciones cada vez más grandes de la economía; algunos académicos describen una China “inestable en las bases, desmoralizada en el medio y descontrolada en la cima”.
El auge de China inevitablemente creará tensiones con otras grandes potencias, sobre todo con unos Estados Unidos que afrontan su pérdida de prominencia absoluta con recelo. Aún así es fundamental recordar dos cosas: primero, que quien más tiene que perder con estas tensiones es el propio gobierno de China; y segundo, que el Partido Comunista entiende la reentrada de China en el mundo como un acontecimiento que llevará décadas, si no siglos. En última instancia lo que China desea es un sistema internacional estable y predecible en el que obtener los recursos necesarios para mantener el crecimiento económico y asegurar la armonía social, un mundo que no se inmiscuya en los experimentos del Partido Comunista de conjugar libertad y control en el gobierno de una población desbocada.