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Egipto: La “teoría sangrienta” de la historia

Las calles de El Cairo son, en el mejor de los casos, un laberinto caótico, lleno de gente, autobuses atestados y taxistas suicidas. Pero hoy este caos más o menos coherente puede ser reemplazado por un caos trágico si se encuentran las dos manifestaciones convocadas en torno a la nueva propuesta de constitución para Egipto, una a favor y otra en contra. Dentro de algo más de un mes se cumplirán dos años desde el inicio de las macroprotestas populares que acabaron con el régimen de Hosni Mubarak. A la vista de los acontecimientos de los últimos días hay quien se preguntará si la “Primavera Árabe” no ha sido un fracaso. La respuesta es un directo y contundente “no”.

Siempre recordaré mi primer semestre de ciencias políticas en Penn, cuando el brillante -y, para el principiante, aterrador- Ian Lustick nos hizo leer un libro llamado Los origenes sociales de la dictadura y la democracia (1966), en el que su autor Barrington Moore Jr. intentaba explicar el auge del fascismo y el comunismo mediante una comparación histórica de Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Alemania, Rusia, India y China a lo largo de varios siglos. Como dijo nuestro profesor en su momento, para Moore la cuestión fundamental -que lo es también de todos los estudios de democratización y desarrollo- es “cómo llegar a Inglaterra”; es decir, cómo puede un régimen político evolucionar hacia una democracia liberal de mercado capaz de asegurar la prosperidad económica y cada vez más derechos civiles y sociales.

Y aunque Barringtom Moore proponía un argumento algo complejo -y ya desestimado- sobre la lucha de poder entre la aristocracia terrateniente, la corona y el campesinado, tal y como yo lo interpreté el mensaje principal de Los orígenes sociales era que lo que salvó a Inglaterra del fascismo o el comunismo fue el siglo XVII, en el que lograron llegar a un acuerdo de poder entre diferentes actores después de una sangrienta guerra civil, un regicidio, la instauración de una nueva monarquía, y una revolución. Los países tienen que sangrar para evolucionar.

La “teoría sangrienta” de la historia es más o menos aplicable a la evolución sociopolítica de todos los países: los Estados Unidos tuvieron la guerra civil y el período de Jim Crow en el Sur; la Francia moderna comenzó con una revolución, el terror, y un imperio expansionista; España misma atravesó en el siglo XX una dictadura, un cambio de régimen, una guerra civil y otra larga dictadura. Los países autoritarios, en esta versión Mooriana de la historia, simplemente están posponiendo la resolución de los enormes conflictos redistributivos entre grupos de interés: hete aquí la historia de Alemania en el siglo XX, el auge y colapso de la Rusia soviética (y los coletazos actuales), y la Revolución Cultural y el Gran Salto Adelante en la China de Mao, que provocó el impulso liberalizador de Deng Xiaoping. En el mundo postcolonial, particularmente en África, la lucha por el poder entre grupos étnicos y clientelistas son la consecuencia directa de una transición hacia la independencia precipitada y artificial.

El Oriente Próximo y el Norte de África fueron durante mucho tiempo la gran excepción en la disciplina de política comparada, y en especial en los estudios de democratización: mientras el resto del mundo se convulsionaba en sucesivas oleadas de transiciones políticas, las dictaduras y monarquías árabes y magrebíes parecían asumir un aura de inevitabilidad. Ahora sabemos que el status quo que esos regímenes mantenían mediante represión y redistribución de recursos no era tan resistente como pensábamos. La Primavera Árabe ha desatado procesos de confrontación y cambio social que llevaban décadas artificialmente paralizados: en algunos casos los diferentes grupos han sabido negociar una transición pacífica (Túnez), en otros los tozudos regímenes han forzado la lucha armada (Libia, Siria), y aún en otros no ha habido una verdadera transición tanto como una calma provisional mientras cada grupo de actores se organizaba y posicionaba (Egipto).

Del Egipto de la Primavera Árabe tendrá que emerger -tarde o temprano, sin importar cuanta sangre se derrame- un régimen político e institucional capaz de reconciliar tres fuerzas muy diferentes: en primer lugar, los militares y burócratas del régimen dictatorial, acostumbrados a ostentar un monopolio patrimonial del poder; en segundo lugar, los grupos islamistas -especialmente los Hermanos Musulmanes– reprimidos durante décadas, pero que debido a la despolitización social promovida por Mubarak son las únicas organizaciones de masas funcionales en el país; y por último el movimiento popular modernizador y liberalizador que protagonizó las movilizaciones contra el antiguo régimen.

La reconciliación de estos tres grupos es imprescindible para que Egipto logre algún tipo de estabilidad, por la sencilla razón de que en términos geográficos están superimpuestos unos sobre otros. Al contrario que en conflictos étnicos como Kosovo o Sudán, los distintos grupos no han tenido la bondad de repartirse territorialmente de una forma que permita la secesión. En Egipto los apparatchiks de Mubarak, los islamistas del Presidente Mohammed Morsi y los liberales de Mohamed ElBaradei están condenados a entenderse.

Si triunfa el pragmatismo en las calles y los salones oficiales de El Cairo, Egipto tiene la posibilidad de ser el primer país de Oriente Próximo en “llegar a Inglaterra”. Si triunfa el sectarismo, en cambio, es posible que el país se enfrente a un siglo XXI de conflicto social y quizás incluso a una nueva dictadura, ahora de corte islamista en lugar de laica.

Puede que vivamos en la época de internet y del ciclo de noticias de 24 horas, pero construir instituciones y reconciliar intereses enfrentados es tarea de años e incluso décadas. Sangrienta o no, la historia sigue su curso.