Parece mentira. No me puedo creer que hayan pasado diez años, una década entera, desde que nos reuniéramos en el Aula Magna de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla para discutir si debíamos apoyar las manifestaciones en contra de la invasión de Irak por parte de Estados Unidos. Diez años desde que Colin Powell argumentase en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que Saddam Hussein había desarrollado armas biológicas, en una performance que marcaría el principio del fin de su carrera política. Diez años desde que las fuerzas armadas de Estados Unidos demostrasen su poderío incuestionable al derrotar a los ejércitos de Irak en cuestión de semanas. Diez años desde el comienzo del mayor fracaso militar y de política exterior de Estados Unidos desde el despliegue de tropas en Vietnam en 1965.
Foreign Policy ha estado publicando artículos estos días en una retrospectiva con participantes y observadores de la fatídica decisión de invadir Irak en 2003. Hay quien argumenta que el presidente George W. Bush nunca mintió, sino que se equivocó al confiar en unas fuentes de inteligencia imperfectas. Hay quien sigue pensando que la decisión de evitar el desarrollo de armas de destrucción masiva fue un objetivo perfectamente legítimo. Y hay quien piensa que la guerra de Irak es el non sequitur más llamativo de la historia de Estados Unidos. Personalmente, lo que me interesa de la invasión de Irak es lo que nos dice sobre el país más poderoso del mundo, y sobre el nuevo mundo al que ese país se enfrenta.
No se puede subestimar el nivel de tensión, incertidumbre y angustia que desató el 11 de Septiembre en la sociedad y el gobierno americanos. El gran fracaso de las agencias de inteligencia a la hora de prevenir los atentados de al-Qaida sumió a las burocracias clandestinas en un estado de inseguridad constante. No debe sorprendernos por tanto que con tal de evitar un nuevo desastre estuviesen dispuestas a aceptar la frágil evidencia que sustentaba el caso en contra de Saddam Hussein. El ataque contra territorio americano también afectó profundamente a la clase política, para la cual el aislacionismo y el multilateralismo dejaron de ser opciones legítimas, no mientras la defensa de la nación estuviese en juego. Cuando llegó la hora de aprobar la invasión de Irak, sólo 23 de los 100 senadores y 133 de los 435 congresistas se opusieron. Y por último, la evidente vulnerabilidad de Estados Unidos a una red terrorista internacional reforzó la posición de aquellos que llevaban una década argumentando que la única forma de asegurar la seguridad nacional en el siglo XXI era mediante la total supremacía militar. De entre quienes pensaban así, pocos habían entendido la decisión del presidente George H.W. Bush de no deponer a Saddam Hussein en la Guerra del Golfo de 1991.
La operación “Libertad Iraquí” comenzó el 20 de marzo de 2003, y para el 9 de abril las tropas estadounidense ya habían tomado Bagdad. Apenas tres semanas que pusieron de manifiesto el potencial militar que los supremacistas en Washington tanto anhelaban. Ninguna sorpresa en ese sentido: Estados Unidos tenía entonces -y todavía tiene- las fuerzas armadas mejor preparadas y equipadas del mundo. Pero no tenía en aquellos días -y en gran medida sigue sin tener ahora- los medios para gobernar y reconstruir un estado fallido.
El gran fracaso de la Guerra de Irak no fue la invasión en sí, que sorprendió a todos -militares americanos incluidos- por su celeridad y efectividad; el gran error fue la reconstrucción. A pesar de varias voces que habían predicado la cautela en los meses previos a la invasión, el equipo de planificación civil que llegó a Irak en la primavera de 2003 consistía de unos pocos especialistas y ex-militares con poca o ninguna experiencia en estabilización y reconstrucción por conflicto.El Departamento de Estado y la agencia americana de desarrollo USAID quedaron completamente al margen de este proceso, a pesar de ser quienes tenían los conocimientos y capacidades sobre reconstrucción postconflicto. En el clima post-11 de Septiembre auspiciado por los neoconservadores, diplomáticos y humanitarios no eran honorables ni de fiar, y difícilmente podían servir de instrumento para la supremacía global de Estados Unidos.
Los frágiles cimientos que el pequeño equipo de planificación intentó construir se convirtieron en papel mojado cuando el embajador Paul Bremmer, líder de la Autoridad Provisional de la Coalición, se convirtió en procónsul del Irak liberado el 11 de abril de 2003, apenas dos días tras la toma de Bagdad. Aislados de la realidad iraquí tras los muros, alambradas, y miles de soldados de la llamada Zona Verde, la administración civil de Bremmer consistió inicialmente de unos pocos aventureros con más conexiones políticas que experiencia relevante, armados con el mandato de derribar por completo el complejo sistema político-clientelista que Saddam había instaurado, reemplazándolo por marcos institucionales importados directamente desde Estados Unidos e inspirados por los principios del gobierno reducido y el libre mercado.
La Autoridad Provisional de la Coalición deshizo los pocos retazos de estabilidad que mantenían el frágil status quo en Irak. Dos decisiones en concreto definirían la experiencia del país ocupado en los siguientes 10 años: la disolución del ejército iraquí y la disolución del partido Ba’ath. El ejército, que en su mayor parte se había retirado o rendido frente a la ofensiva americana, esperaba asumir el rol de pacificador en el Irak postconflicto, sirviendo a nuevos amos pero basándose en décadas de extender sus tentáculos en la sociedad iraquí. El partido Ba’ath, el único legal bajo el régimen de Saddam Hussein, aglutinaba no sólo a los apparatchiks fieles al dictador, sino a casi toda la clase sociopolítica y profesional. Ejército y partido eran las únicas dos organizaciones capaces de estabilizar el país. Por desgracia, también representaban un vínculo con el antiguo régimen, algo que la Coalición decidió era intolerable. En gran medida pertenecientes a la minoría sunní a la que Saddam había privilegiado por encima de la mayoría chií, los ex-militares y ex-ba’athistas se convirtieron al poco en los protagonistas de la insurgencia contra la ocupación americana y sus socios políticos chiíes. Con la disolución de ejército y partido, Estados Unidos prendió la mecha de la guerra civil que ha consumido Irak hasta hoy.
Resulta fácil contemplar la historia de la invasión de Irak y señalar todos y cada uno de los errores cometidos por el gobierno y el ejército americanos en 2003. Demasiado fácil, quizás, pues ciertamente nunca llegaremos a saber qué habría pasado si se hubiesen hecho las cosas de forma diferente. Lo que es innegable es que la reconstrucción de Irak demostró que los ideales de democracia de mercado prevalentes en EEUU no son fácilmente traspasables a países que no gozan de ninguno de los sustentos estructurales que hacen dicho sistema posible: una sociedad civil fuerte y dinámica, un sector privado vibrante e innovador, y una cultura que confía en el estado de derecho por encima de los vínculos familiares. No es fácil construir una democracia de mercado sobre otra clase de cimientos; ni siquiera cuando los que derriban el antiguo régimen son los propios ciudadanos, como se ha visto tras la Primavera Árabe en Túnez, Egipto, o Libia.
La gran ironía de Irak, la trágica ironía de la presidencia de George W. Bush, es que en la campaña electoral del año 2000 el entonces candidato republicano defendió una plataforma de política exterior diametralmente opuesta a la “construcción de naciones” que el presidente Bill Clinton había perseguido en Bosnia y Kosovo. No era el rol de Estados Unidos reconstruir estados fallidos ni instaurar regímenes democráticos, argumentaban el candidato Bush y su equipo de política exterior. No fue por tanto una prioridad reforzar las capacidades de reconstrucción y transición del Departamento de Estado, USAID, y el Pentágono. Y por consiguiente se dejó la posguerra en manos de los guerreros, algo que habría hecho retorcerse a Carl von Klausewitz en su prusiana tumba.
En última instancia, la guerra de Irak demostró que el liderazgo global en el siglo XXI no puede basarse exclusivamente en la superioridad militar. La mayoría de escenarios de crisis de nuestro mundo están a años luz de los disciplinados pueblos alemanes y japoneses que los americanos se encontraron en 1945. Las nuevas amenazas, los nuevos desafíos, no están hoy en el centro sino en la frontera: un mundo en el que el edificio político tiene cimientos frágiles cuya reconstrucción llevará décadas -si no siglos- y requerirá de todo el esfuerzo y compromiso de la comunidad internacional.